«Es el destino, pero le llamaremos Italia, si eso le complace»
George Emerson al Reverendo Beebe en «Una habitación con vistas» de James Ivory, 1985
Roma. Una ciudad de la que procuro disfrutar y a la que procuro volver siempre que tengo ocasión. Y tal vez por ello, porque han pasado ya más de tres años desde mi última visita, es por lo que siento –especialmente esta fría y lluviosa mañana de marzo– una especie de profunda nostalgia Stendhaliana. Añoro las luces y sombras, sonidos y silencios de sus mañanas, sus tardes y sus noches. Sus rincones solitarios, sus monumentos e iglesias, sus museos y calles rebosantes de turistas. Y añoro básicamente sus excesos, es decir, su esencia: ruido, tráfico, calor, gente, turistas, autobuses y bocinas. Y también arte, historia, paisajes, paseos, cafés y heladerías, pizzerías, ristorantes y trattorías.
Os propongo un plan: Veamos amanecer a través del Óculo del Pantheon y tomemos un café en Sant’Eustachio. Demos un paseo hasta el Quirinale y, un poco más adelante, disfrutemos del ovalado cielo de San Carlo alle Quattro Fontane y del viaje místico de santa Teresa en Santa María della Vittoria. Espíritu alimentado: es hora del aperitivo. Subamos por la Via Vittorio Venetto y, recordando La dolce vita con Fellini, Ekberg y Mastroianni, elijamos: Doney Café o Harry’s Bar. Tenemos tiempo así que un Aperol Spritz en uno y un aperitivo Americano en el otro. Tomemos nuestra Vespa clásica y emulando a Audrey Hepburn y Gregory Peck en Vacaciones en Roma regresemos a nuestra buhardilla imaginaria. Es hora de descansar y prepararse para la tarde noche: un paseo junto al Tevere –Tíber– zigzagueando entre sus puentes: Cavour, Umberto I, Sant’Angelo, Vittorio Emanuele II, Principe Amedeo, Mazzini y Sisto hasta llegar a la bulliciosa plaza del Campo de’Fiori –mercado por la mañana, bares y restaurantes por la noche-. Vamos a regalarnos un refrescante Calice di Prosecco y busquemos entre la calles y plazas cercanas un Ristorante no tan abarrotado ni tan maleado por el turismo. Farnese ai Baullari es una estupenda opción, clásico y familiar. Crucemos una vez más el río para regresar, tras una parada estratégica –y también digestiva– en cualquiera de los abarrotados locales nocturnos del Trastevere. Un gelato –mango e pesca, per favore– para el camino y podemos dar por concluido nuestro soñado –o tal vez no– día romano.
Amo esta ciudad {más correo en la bandeja de entrada… os dejo mientras flota en el aire un cierto aroma de ensoñación}.
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