Muslo y Pechuga
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Salmorejo asado, Bonito escabechado y Yema curada

Publicado el jueves, 3 agosto, 2017

Salmorejo asado con Bonito blanco del Norte en escabeche ligero y Yema de huevo curada en salsa de soja es mi –una vez más, tardía– aportación a la Edición de Julio de 2017 del Juego de Blogueros 2.0 que dirige y organiza nuestra amiga Mònica desde su Blog Dulcedelimón. Podéis deleitaros con el resto de recetas de esta edición dedicada al Tomate en los blogs que escriben nuestras amigas y amigos:

  • Laura y Samuel de Aglutina2
  • María José de Aquí se cuece jugando
  • Elvira de Así se come en Granada
  • Carabiru de ¡Birulicioso!
  • Fe de Código secreto 280
  • Vanessa de Divertido y Delicioso
  • Mònica de Dulcedelimón 
  • Eva de Dulces felicidades
  • Chus de El crepitar de los fogones
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  • Inma de Entre 3 fogones 
  • Ana N. de Entre obleas y a lo loco
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  • Jorge de Mastercocinillas
  • Noelia de Noestevez’blog
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  • Neus de Rorosacabolas
  • Natalia de Sabores de Naty
  • Maryjose de Tapitas y postres
  • Gisela de Tu hora de la merienda
  • Silvia A. de Unapizcadena

Clásicos…

Podríamos explicar a nuestros cada vez más numerosos visitantes que, según se aproxima el verano, la población de este bendito País de países se divide –una vez más– en dos facciones irreconciliables; los gazpachistas y los salmorejeros. «Yo soy más de gazpacho» se escucha en un lado de la mesa. «Pues yo, de salmorejo de toda la vida» replica alguien como si honor y hacienda le fuera en ello. Afortunadamente y justo antes de que el zumo rojizo de nuestro fruto veraniego llegue al río, un tercer y pálido personaje añade; «Donde esté un buen ajoblanco…».

Y así, quienes aparentaban ser eternos enemigos, acaban aliándose, a voz en grito, contra el blanquecino hereje quien, en ese mismo momento, hubiera deseado haber permanecido en silencio o haber incorporado un poco de tomate a la deliciosa sopa fría de sus amores (y ya puestos, también podríamos aprovechar el momento para explicar a quienes nos visitan que la sangría es para los guiris, que no, no estudiamos toreo en el colegio y que el arroz servido en paella de plástico no es ni arroz, ni paella, ni nada parecido).

Todo esto viene a cuento de la importancia que, sobre todo en nuestras cocinas de verano, tiene el rojizo fruto llegado del otro lado del océano. Y no solo convertido en sopas y cremas; también en ensaladas, entrantes fríos y calientes, postres o, en tiempos de mayor penuria, como un simple delicioso y refrescante tentempié barato y accesible que ha paliado no poca hambre en nuestros campos y aldeas. Y, de esto, no hace tantos años como quisiéramos –o nos quieren hacer– creer.

{…yo confieso…}

Ahora que no nos escucha nadie, voy a hacer una confesión; soy de salmorejo de toda la vida, aunque tendré que matizar esta afirmación. Creo que probé mi primer gazpacho rondando la veintena. Y mi primer salmorejo, en la treintena, justo unos años después de convertirme en ajoblancoadicto. Digamos que ninguna de las tres recetas pertenecen –pertenecían, más bien– a mi ámbito cultural y/o gastronómico; aquí los tomates son grandes, verdosos, duros, sabrosos y caros. Así que experimentos, los justos.

Salmorejista convencido –¿o era salmonejero?– tenía muy clara la receta; un clásico salmorejo acompañado de dos de sus «tropiezos» más habituales; atún o bonito y huevo duro –el jamón lo dejaremos para el aperitivo-. Pero, claro, esto no se podía quedar así.

…revisitados..

Os propongo, a continuación, dar un toque de intensidad y profundidad al salmorejo asando previamente los tomates y alejándolo así de su consideración –demasiado encorsetada, a mi entender– de simple y refrescante entrada. La cremosidad emulsionada de la elaboración da para mucho más. Solo es cuestión de buscar el punto de ruptura con la idea fija de crema fría y, por supuesto, de buscarle unos buenos compañeros de viaje –o, en este caso, plato-.

Y ya que nos encontramos en plena campaña del Bonito del Norte –ese pequeño túnido que se pesca manualmente en nuestras costas– vamos a incorporarlo al salmorejo asado con el punto ácido y refrescante que solo un ligero escabeche casero –con aires manchegos– puede conseguir. Un espléndido contraste de acidez, sutileza, diversidad aromática e intensidad.

Vamos, también, a modificar el método de cocción del huevo marinando las yemas hasta convertirlas en unas delicadas bolitas cremosas. Para ello, las curaremos manteniéndolas sumergidas en salsa de soja hasta obtener una deliciosa, profunda y untuosa perla anaranjada. Un sabroso, sorprendente y bonito toque para redondear esta propuesta.

Así, una vez más, y a través de una sencilla receta, viajaremos del sur al norte, parando en la meseta, justo antes de concluir nuestro gastro-viaje en el exótico oriente de donde proviene inicialmente el método de curación –y conservación– de las yemas de huevo.

La receta en sí consiste, sencillamente, en ensamblar una serie de preparaciones muy sencillas pero que requieren de cierta planificación; el bonito, una vez escabechado, se puede conservar durante semanas al frío, al igual que las yemas. El salmorejo, por su parte, requiere de un reposo de, al menos, veinticuatro horas para que se asiente y enfríe correctamente. Manejando bien los tiempos –no como el Sombrerero Loco que esto escribe; tarde siempre tarde– la receta no presenta ni la más mínima complicación y sí un resultado entre sorprendente, apetecible y contrastado. Vamos con las partes y procesos.

Para el Salmorejo asado:

  • Un kilo de Tomate Pera o en Rama bien maduro –también puede ser mezcla de los dos; mantenerlos un par de días a temperatura ambiente para que se curen y concentre el sabor-.
  • 150 gramos de Pan de miga prieta –o mezcla de panes de cereales, al gusto-.
  • 150 gramos de Aceite de Oliva Virgen Extra.
  • Sal y Pimienta –al gusto y con moderación-.
  • Una pizca de Orégano seco –al gusto-.

Para las Yemas curadas:

  • Cuatro Huevos ecológicos y súper frescos –tamaño XL-.
  • Unos 250 mililitros de Salsa de Soja –mejor si es baja en sal-.
  • Una cucharadita de Jengibre en polvo –opcional y al gusto-.

Para Bonito escabechado:

  • Una rueda de Bonito del Norte fresco y de pesca sostenible –unos 700 gramos-.
  • 400 mililitros de Aceite de Oliva –de 0,4º de acidez-.
  • 200 mililitros de Vinagre de Vino Blanco.
  • 200 mililitros de Vino Blanco Seco.
  • Una Cebolla Blanca dulce.
  • 6 dientes de Ajo –al gusto-.
  • 4 Hojas de Laurel seco –al gusto-.
  • Una cucharadita de Sal y otra de Azúcar moreno.
  • Una cucharada de Mezcla de Pimientas –blanca, negra, rosa y verde-.
  • Una cucharadita de Semillas de Coriandro –cilantro-.

Vamos a comenzar la receta por las partes que se conservan naturalmente durante más tiempo y que, por lo tanto, podemos ir preparando con antelación; el bonito en escabeche y las yemas de huevo curadas.

El escabeche.

Comenzaremos por confitar muy lentamente y en una cazuela amplia el aceite junto con los dientes de ajo –que habremos partido por la mitad y retirado el germen-, las hojas de laurel, la mezcla de pimientas y las semillas de cortando –o cilantro-. Cuando los ajos comiencen a tomar un ligero tono avellana tostada incorporamos la cebolla cortada en pluma –o media luna– y las cucharaditas de sal y azúcar. Mezclamos y mantenemos el confitado suave durante unos 10 ó 15 minutos.

Incorporamos a continuación el vinagre de vino blanco junto con el vino blanco y mantenemos la cocción suave –confitado– durante otros 10 minutos más. Al final de este periodo la cebolla ha de resultar tierna y entera.

Mientras tanto calentamos a máxima potencia una plancha o sartén ligeramente engrasada. Salamos ligeramente el pescado y, una vez la plancha alcance la máxima temperatura, marcamos la rodaja de bonito durante un minuto por cada uno de sus lados. La cocción del pescado finalizará en el medio ácido que es el escabeche y su vinagre.

Finalmente –y con las dos partes a temperaturas similares– introducimos la rueda de bonito en el escabeche, dejamos que retome el suave hervor e inmediatamente apagamos el fuego dejando que el calor residual termine la cocción e integración de sabores. Es fundamental que las dos partes estén a temperaturas parecidas –frías, templadas o calientes– ya que, en caso contrario, el escabeche podría fermentar arruinando la elaboración.

Una vez la preparación esté atemperada la filmamos –en la propia cazuela o en un táper– y la conservamos al frío. Esta preparación se puede mantener desde un par de semanas hasta varios meses si tomamos la precaución de esterilizar previamente el/los recipientes herméticos en los que vayamos a conservarla. Primera parte de la receta lista.

Las yemas curadas.

Esta es otra de esas curiosidades que uno lee y no tarda en incorporar en la primera –o segunda– receta que tenga en mente. El proceso es extremadamente sencillo y solo requiere de un poco de cuidado al manejar las yemas –sobre todo cuando están crudas-.

El punto de curado –el tiempo en definitiva– dependerá de cómo queramos las yemas. A partir de una hora ya se forma una película flexible en el exterior que va avanzando hacia interior a medida que pasa el tiempo. Como en este caso buscaba unas yemas completamente cuajadas pero levemente untuosas –es decir no sólidas– las dejé macerar en frío durante 48 horas. Tal vez con 36 hubiera sido suficiente, pero no quise arriesgarme a que una parte de la yema continuara líquida. Seguiremos afinando.

Lo primero que hemos de hacer es separar las claras –que podemos congelar para otras recetas– de las yemas y, a continuación, sumergimos cada una de ellas en una mezcla preparada con la salsa de soja y el jengibre en polvo. Como es posible que las yemas tienda a juntarse –y afear el resultado-, lo más adecuado es utilizar un pequeño recipiente para cada una de ellas. Además, las yemas tenderán a flotar por lo que es conveniente remover cuidadosamente el recipiente y, una vez el exterior se solidifique, voltearlas cada cierto tiempo con la ayuda de una cuchara.

Una vez transcurrido el tiempo –48 horas en este caso– las extraemos y lavamos con agua fría y mucho cuidado para que no se deformen. Engrasamos un trozo de papel film y las depositamos sobre él, cerramos el film, lo pasamos a un túper –que también cerramos– y reservamos en frío hasta el momento de su utilización. De este modo se pueden conservar al menos durante una semana. Yemas listas, vamos a por el salmorejo asado.

El salmorejo {por fin}.

Como decía al inicio de esta entrada, vamos a asar suavemente el tomate a fin de obtener un aroma más intenso, aromático y profundo. Para ello comenzaremos por precalentar el horno a unos 200ºC y lavar cuidadosamente los tomates. Secamos, cortamos cada uno de ellos por la mitad longitudinalmente y los depositamos en una fuente de horno cuyo fondo habremos pintado muy ligeramente con un hilo de aceite de oliva.

Salpimentamos los tomates, espolvoreamos un poco de orégano seco sobre ellos y, una vez el horno esté a temperatura, los introducimos durante unos 20 minutos. Mientras tanto troceamos el pan –me gusta combinar partes de panes de semillas con tradicionales– y lo depositamos en un bol amplio. Habréis observado que no utilizo ni vinagre ni ajo en la preparación ya que ambos sabores y aromas los obtendremos del escabeche –su acidez dulzona propia y el ajo confitado-.

Una vez asados los tomates los incorporamos, junto con sus jugos de cocción, al bol del pan. Añadimos, también, unos 100 mililitros de aceite de oliva virgen extra, mezclamos todos los ingredientes y dejamos macerar durante, al menos, una hora.

Finalmente vertemos el contenido en el vaso mezclador de nuestro robot –o batidora de brazo– y trituramos añadiendo poco a poco el resto del aceite de oliva virgen hasta conseguir una crema densa y homogénea –casi una mahonesa de tomate, podríamos decir-. Rectificamos el punto de sal, filmamos y reservamos al frío durante unas 24 horas de reposo antes de emplatar y servir.

Las tres partes de la receta están –por fin!– preparadas, vamos con la presentación y degustación.

Emplatando.

Extraemos el bonito de su escabeche, retiramos la piel y las espinas centrales y laterales –es muy sencillo– y, aprovechando la forma del pescado, extraemos los cuatro cuartos de la rueda. Repasamos que no haya ninguna espina rebelde y reservamos. Extraemos y escurrimos, también, los aromas del escabeche –cebolla, ajos, pimientas, cilantro y laurel– que utilizaremos en el emplatado.

Tomamos cuatro boles de mesa y distribuimos en cada uno de ellos un fondo –un par de dedos es suficiente– de salmorejo asado. Colocamos en uno de los laterales los cuartos de bonito en pie y, a su lado preparamos una pequeña cama con la cebolla y el resto de los aromas del escabeche. Colocamos sobre ésta las yemas curadas, decoramos con las hojas de laurel, unas ramitas de perejil –o hierbabuena– y finalizamos con un ligerísimo hilo de aceite de oliva virgen extra.

La receta de recetas –casi más rápida de preparar que leer– está lista para ser degustada. La armónica y sorprendente combinación de los aromas levemente ahumados del salmorejo, el punto ácido y brillante del escabeche, la textura suave, envolvente y laminosa del bonito del norte y el toque meloso, a medio camino entre la intensidad y el toque cítrico-punzante de la yema curada hacen de esta elaboración un divertido, diferente y, sobre todo, muy apetecible plato con el que sorprender y dejarse sorprender en estos días de calor y pereza.

Esto es todo, espero que ustedes, además de saber disculpar otra de mis innumerables tardanzas, disfruten de esta propuesta al menos tanto como nosotros lo hemos hecho –y volveremos a hacer-. Mientras tanto y como siempre… Bon appétit!

Categorías:Caldos, Cremas y Sopas, Hortalizas, Legumbres y Verduras, Huevos y derivados, Pescados y Mariscos, Platos únicos, Platos de Fiesta, Primeros platos

Etiquetado:Asados, Bonito, Cebolla, Huevos, Soja, Tomate, Vinagre, Vino

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Chipirones salteados con Morcilla de Arroz y Alforfón

Publicado el jueves, 20 julio, 2017

Se me acumula el trabajo. A la escasa actividad de este blog –más por falta de tiempo que de interés o ideas-, se viene a sumar estos días la celebración de nuestro cuarto cumpleaños. Tal vez, y como en otras ocasiones, debería haber seleccionado una receta especial por su carácter, ingredientes o historia pero no va a ser así. No es que la receta que os anoto a continuación no sea especial –que lo es-, ni que carezca de historia –como podréis comprobar unas líneas más adelante-. Ni tan siquiera que no haya colmado las expectativas que había depositado en ella –como en todas y cada una de mis recetas o reinterpretaciones, prometido-. No.

La receta que hoy os traigo es de una sencillez candorosa y de un resultado tan difícil de olvidar como de no apreciar. Y creo que, precisamente, su escaso trabajo, sus ingredientes limitados y su acertada combinación hacen de esta preparación algo realmente festivo, de temporada –ahora aparecen los mejores chipirones y begi-haundis en nuestras costas cantábricas-, diferente y al alcance de todo el mundo.

Es esta una receta bebe de la tradición normando-bretona, donde se elabora con andouille, un embutido clásico francés que guarda ciertas similitudes –solo «ciertas»– con nuestras morcillas. La principal diferencia entre ambos embutidos radica en que la andouille no se elabora con sangre y que, por lo general resulta más intensa y magra que nuestras morcillas –aunque sobre las particularidades nuestras morcillas podríamos divagar durante mucho-mucho tiempo habida cuenta sus versiones y variantes, locales en muchas ocasiones, y siempre deliciosas-.

En cualquier caso he optado por emplear una morcilla de Burgos –maravillosa morcilla de arroz, sangre, manteca y especias no dulces– que nos permitirá trabajarla en dos texturas muy diferentes y que aportarán un toque graso y profundidad aromática a la preparación. Prepararemos con ella, en primer lugar, una suave crema y con el resto unas ruedas crujientes de morcilla.

Para acabar, el alforfón o trigo sarraceno es un clásico en las cocinas de montaña y climas fríos, donde se cultiva y utiliza como sustitutivo de los cereales –el alforfón no lo es-. Su aporte de aroma tostado y textura crujiente redondea a la perfección la receta. Vamos, sin más palabrería, con los ingredientes, cantidades y procesos:

  • Unos 500 gramos de Chipirón fresco –un par medianos o uno grande-.
  • 200 gramos de Morcilla de Arroz de Burgos.
  • 75 gramos de Trigo Sarraceno o Alforfón –podéis encontrarlo en tiendas Dietéticas o Bio-.
  • 2 Chalotas
  • 100 mililitros de Vino Blanco seco.
  • 200 mililitros de Nata –35% de materia grasa-.
  • Unas ramitas de Perejil –o de cebollino-.
  • Dos cucharadas de Aceite de Oliva Virgen Extra.
  • Sal y Pimienta –al gusto y con moderación-.

Comenzamos por cortar la mitad de la morcilla en rodajas de unos 4 milímetros de grosor –resulta muy sencillo si el embutido está frío y el cuchillo ligeramente engrasado con aceite-. Depositamos las rodajas sobre un papel sulfurizado y cubrimos con otro papel. Presionamos un poco las rodajas con la mano e introducimos en el horno a unos 120ºC durante una hora, hasta que resulten ruedas crujientes y desengrasadas. Reservamos a temperatura ambiente hasta el momento del emplatado.

Retiramos la piel y troceamos el resto de la morcilla en cubitos y los reservamos también a temperatura ambiente.

Tomamos una sartén y tostamos en seco –sin nada de grasa– los granos de alforfón hasta que resulten tostados, crujientes y examen un intenso aroma ahumado. Retiramos a un plato dejamos que se enfríe.

Pelamos y troceamos finamente las chalotas y las pochamos muy despacio durante unos minutos en una cucharada de aceite de oliva. Cuando comiencen a transparentar incorporamos la morcilla cortada en cubitos y el vino blanco. Continuamos la cocción hasta que el vino se evapore completamente y, llegados a este punto, incorporamos la nata. Dejamos cocer lentamente y removiendo durante unos cinco minutos más.

Colamos la salsa y la pasamos por la procesadora –batidora o robot– hasta obtener un fina crema que reservaremos, con un mínimo de calor, hasta el momento de emplatar.

Vamos con los chipirones que nos habrán limpiado en la pescadería. Los pasamos por agua, escurrimos y hacemos unos cortes en forma de rombos por las dos caras de los cuerpos. Para terminar los troceamos los cuerpos y patas en pequeñas porciones de tamaño de bocado. Salpimentamos, removemos bien y dejamos reposar.

Comprobamos que las ruedas de morcilla del horno están en su punto –crujientes y desengrasadas– y nos disponemos a terminar y emplatar. Calentamos el resto del aceite en una sartén al fuego muy vivo y salteamos los bocaditos de chipirón durante un par de minutos a fin de que el exterior resulte dorado y el interior muy tierno. Es preferible ir haciéndolos por tandas a fin de que la temperatura del aceite no descienda bruscamente por lo que, una vez salteados, los vamos reservando a temperatura ambiente.

Vamos con el emplatado. Aireamos la crema con la batidora –la batimos moviendo de arriba a abajo para que el aire se introduzca en su interior y resulte ligera– y depositamos un par de cucharadas de en el fondo de cada bol de mesa. Sobre ella espolvoreamos un puñadito de alforfón tostado, una ración de chipirones y terminamos con unos granitos más trigo sarraceno, un poco de perejil –o cebollino– picado, un par de rodajas crujientes de morcilla, un hilo de aceite de oliva virgen extra y, para terminar, una salpicadura de la misma crema.

Ya solo falta servir unas copas del vino blanco para acompañar el disfrute de los aromas, sabores y texturas de este plato que combina mar y montaña, norte y sur, intensidad y delicadeza, untuosidad y crujientes junto con los intensos y característicos aromas de chipirones, morcillas y alforfones. Esperamos que ustedes lo disfrute al menos tanto como nosotros. Que así sea y… Bon appétit!

Categorías:Pastas, Arroces y Cereales, Pescados y Mariscos, Segundos platos

Etiquetado:Alforfón, Chalotas, Chipirones, Morcilla, Nata, Salteado, Vino

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Bocaditos de Brevas picantes con Molleja de Pato laqueada

Publicado el viernes, 30 junio, 2017

Bocaditos al vapor de Brevas picantes con Molleja de pato confitada y ligeramente laqueada es mi aportación a la Edición de Junio de 2017 del Juego de Blogueros 2.0 que dirige y organiza nuestra amiga Mònica desde su Blog Dulcedelimón. Podéis deleitaros con el resto de recetas de esta edición, dedicada bien a los Higos y Brevas o a los Puerros, ya que este mes la votación resultó en empate, en los blogs que escriben nuestras amigas y amigos:

  • Laura y Samuel de Aglutina2
  • María José de Aquí se cuece jugando
  • Elvira de Así se come en Granada
  • Ana María de Azucarito de Ana
  • Carabiru de ¡Birulicioso!
  • Fe de Código secreto 280
  • Vanessa de Divertido y Delicioso
  • Mònica de Dulcedelimón 
  • José Fernando de El emparrao
  • Mari Sol de El menú de mi cocina
  • Inma de Entre 3 fogones 
  • Raxel de Home & Run
  • Sandra de Justfoodlovers
  • Cristina de De Kooking
  • Ligia de Los dulces de Ligia
  • Jorge de Mastercocinillas
  • Silvia R. de Mis deliciosas Tentaciones
  • Noelia de Noestevez’blog
  • Maribel de Picoteando ideas
  • Natalia de Sabores de Naty
  • Maryjose de Tapitas y postres
  • Gisela de Tu hora de la merienda
  • Silvia A. de Unapizcadena

de viajes {emocionales}

«El saber no ocupa lugar pero, a quien sabe, se le acaba notando». Esta frase era una de las muchas con las que un buen amigo –sit tibi terra levis– solía sentenciar discusiones de la más diversa índole. Viene a cuento en este momento para poder referirme a la disfunción que en quien esto escribe provoca, por una parte, viajar y descubrir maestros y productos. Y, por otra parte,  la parálisis admirativa, responsable y –todo hay que decirlo– atemorizante y, finalmente, letárgica en que todo ello deriva. Me explico.

El mes pasado tuve que lidiar con una horrorosa prisa y falta de medios para poder presentar una receta post-mini-vacacional –si bien en aquel momento, todavía me sentía anímicamente en vacaciones– y, seamos sinceros, este mes no he mejorado mucho. A la vista queda y está mi nula actividad social y bloguera de las últimas semanas. Semanas que han acabado por convertirse en una dulce e inexorable sucesión de días pasados en una tibia ensoñación de sabores a punto de desaparecer, de lugares visitados, gentes conocidas y, como no, platos y vinos degustados. En resumen, días pasados lamiendo las dulces heridas de la felicidad perdida.

Galbana, modorra, desidia, galdunería, pereza, holgazanería y, mi favorita, poltronería. Cualquiera de ellas define mi estado de ánimo durante este mes en el que mis vacaciones se fueron mientras veo acercarse las de los demás. Si a esto le añadimos que tras la elección tuve claro qué y cómo preparar para este mes tal vez –solo tal vez– podría justificar mi nula actividad socio-bloguera –el trabajo es otra historia, qué os voy a contar-.

de viajes {físicos}, higos y brevas.

En lo físico digamos que –dejando aparte el «a tomar por saco la Operación Tripini»– he logrado establecer, aunque solo sea mentalmente, una cuádruple conexión temática entre Girona, Cádiz, Madrid y el puesto de mi frutera favorita. El vínculo entre todos ellos solo podrían ser los higos –y brevas, por supuesto-.

El primer vértice de este cuadrángulo lo sitúo, hace ya unos meses, en Figueres –Girona– donde en la sabrosa y afable conversación de sobremesa habida tras una memorable comida con don Jaume Subirós –alma del Hotel Empordà– éste nos obsequió con una selección de postres a base de higos; «es septiembre y estamos en Figueres» apostilló sabiamente. {Primera nota; Carpaccio de higos o higos confitados}.

Segundo vértice; Cádiz y, más concretamente, Medina Sidonia. Una cocina serrana de profundas raíces multiculturales y un postre absolutamente contundente; Pan de higos y almendras, una receta tan sencilla como son todas las nacidas de la necesidad de conservar los productos y a las gentes en tiempos desabastecidos o de penuria. {Nota; pan de higos, pan con higos}.

El tercero de los vértices está en el centro –curioso-. En Madrid y, más concretamente, en la fabulosa Tasquita de Enfrente donde de la genial cabeza y mano de Juanjo López –otro señor-, surgió un plato que por su sencillez y resultado merece la pena de ser recordado y compartido; Higo a la plancha con  anguila ahumada. Perfecto. {Nota; higos con pescados o carnes saladas}.

Cerremos esta geometría geográfica en Donostia – San Sebastián. Los primeros días tras lo votación, y alertado por algunos compañeros de Juego,  busqué los higos y, lo cierto, es que veía los por todas partes –bueno, otros ven muertos que, imagino, es peor-. Hasta que llegó el día de preparar la receta y… habían desaparecido!.

Así que pongo rumbo hacia mi frutería favorita y pregunto, no sin cierto candor; «¿No tendréis unos higos por casualidad?». Mirada socarrona de mi frutera y respuesta condescendiente; «Ay, gaixua! –algo así como «inocente» cariñosamente dicho-. En esta época no hay higos, solo brevas!» Respuesta rápida; «Bueno, pero es lo mismo, ¿no?». Se acabó el tono cariñoso y entra en el modo fräulein Rottenmeier; «Nooo, las brevas son los higos tardíos que no llegaron a madurar el otoño pasado, son menos dulces que los higos pero como son los primeros…» –esta última frase empieza a hacer sudar a mi cartera-. Continúa; «Sí que tengo. Y además también he traído unos chiles picantes como los que andabas buscando». Nada más que añadir, unos segundos después abandono el Mercado instruido, contento, con mi media docenita de brevas y un paquetito de chiles habaneros. {Nota; habrá que utilizarlos}.

Resumiendo, júntese un poco de cada una de las ideas y productos citados, déjese madurar un tiempo en la cabeza de quien esto escribe y se obtendrá algo parecido a lo que os anoto a continuación. Vamos con la lista completa de ingredientes y procesos:

Para la confitura de brevas picantes:

  • Media docena de Brevas de temporada -o higos a partir del verano-.
  • Tres o cuatro rodajas finas de Chile Habanero –al gusto y con cuidado-.
  • Unos 100 mililitros de Vino Fino de Jerez –opcional y al gusto-.
  • Otros 100 mi litros de Agua fresca.
  • Unos 30 gramos de Azúcar Moreno –dos cucharadas aproximadamente-.

Para los bocaditos:

  • 7 gramos de Levadura fresca –de panadería-.
  • 200 gramos de Harina fluida –de repostería-.
  • 100 gramos de Agua fresca.
  • 10 gramos de Azúcar Moreno.
  • 5 gramos de Sal fina.

Para las mollejas de pato:

  • Dos o tres de Mollejas de Pato Confitadas –Gésier de Canard confits, podéis encontrarlas en tiendas especializadas o de Delicatessen-.
  • Cuatro cucharadas de Vinagre balsámico –no es necesario que sea un buen Aceto Balsamico Tradizionale di Modena-.
  • Cuatro cucharadas de Salsa de Soja –mejor si es baja en sal-.

Para el emplatado:

  • Brotes tiernos de Cebolla –al gusto-.
  • Aceite de Oliva Virgen Extra.
  • Cristales de Sal –Añana, Maldon, etc.–

La confitura {levemente} picante.

Comenzaremos por preparar una confitura corta de brevas. Lavamos, pelamos y troceamos las brevas en cuartos, mezclamos con el azúcar moreno, las rodajas de  Chile –cuidado con el picor, es mejor probar una puntita para calibrar la cantidad– y el vino fino, Dejamos macerar unos minutos, pasamos la mezcla a una cazuela, añadimos el agua y llevamos suavemente a ebullición.

Una vez comience a hervir bajamos la temperatura para mantener el hervor todo lo suave que sea posible y dejamos cocer el conjunto, removiendo de vez en cuando, durante unos 45 minutos vigilando que no espese demasiado y añadiendo algo más de agua si fuera necesario. Una vez transcurrido el tiempo retiramos las rodajas de chile que ya habrán aportado su aroma y picor ligeramente punzante y reservamos.

Los bocaditos {al vapor}.

La elaboración de la masa para los bocaditos es extremadamente sencilla pero requiere, entre tiempos de reposo y cocción, aproximadamente unos 90 minutos. Lo ideal es cocerlos, rellenarlos y presentarlos lo más rápidamente posible y cuando aún estén ligeramente templados, por lo que –una vez más– la organización del tiempo es fundamental.

Para empezar diluimos la levadura en la mitad del agua y, a continuación, mezclamos con el resto de ingredientes. Amasamos hasta obtener una pasta lisa y uniforme que dejaremos reposar en forma de bola compacta, a temperatura ambiente y tapada con un paño, durante unos 45 minutos –hasta que aproximadamente doble su volumen-.

Una vez transcurrido el tiempo volvemos a mover la masa –volvemos a amasar– y, finalmente la alargamos hasta transformarla en un tubo –churro– de unos 40 centímetros de largo. Cortamos la masa en pedazos de unos 8 ó 10 gramos, los boleamos o hacemos de nuevo bolitas con los recortes y los vamos colocando sobre un paño limpio y ligeramente enharinado.

Cubrimos las bolitas –nos habrán salido entre 35 y 40– con otro paño limpio y volvemos a dejar que la masa repose –y fermente– durante unos 30 minutos más. Durante este segundo reposo podemos acercar la vaporera o cazuela con agua al fuego para que vaya tomando temperatura.

Una vez finalizad el segundo reposo –o fermentación– tomamos las bolitas y las cocemos al vapor durante unos 20 minutos. Los bocaditos están listos.

Las mollejas {laqueadas}

O lacadas, que es lo mismo. Con esta sencilla operación vamos a potenciar el sabor, dando a las mollejas un toque ácido-dulce y una textura ligeramente crujiente. La primera operación a realizar con ellas es retirar la grasa en la que vienen sumergidas para su conservación –el confitado en el que han sido cocidas-. Mi sistema consiste en cocerlas brevemente a baño maría y, continuación extraerlas y dejarlas escurrir hasta que queden perfectamente desengrasadas. No es mala idea guardar la grasa sobrante para utilizarla como elemento graso potenciado –tiene un exquisito y sutil aroma a caza– para preparar, por ejemplo, unas patatas panaderas o, una tortilla campera. Se puede conservar en un bote hermético al frío durante bastantes meses.

Continuemos; tomamos una cazuela pequeña, mezclamos el vinagre balsámico con la salsa de soja y llevamos la mezcla a ebullición suavemente. Dejamos que hierva unos minutos hasta que adquiera una textura de jarabe líquido. Retiramos del fuego.

Al mismo tiempo cortamos las mollejas en filetes tan finos como nos sea posible –cuidado ya que la fibra de la carne no permite cortes demasiado transparentes-. Una vez que la mezcla de vinagre balsámico y salsa de soja esté atemperada vamos sumergiendo las láminas para que se impregnen del jarabe –se laquen ligeramente-. Finalmente las depositamos sobre una rejilla fin de que escurran el exceso de jarabe. Las mollejas laqueadas también están listas.

Relleno y presentación.

Comprobamos que la confitura tenga una densidad adecuada –como de mahonesa espesa– antes de continuar ya que, al enfriarse, puede haber espesado en exceso –podemos templarla ligeramente y/o añadir un poco de agua-. Tomamos una manga pastelera con una boquilla de punta recta –si es posible-y la rellenamos con la confitura. Con mucho cuidado comenzamos a inyectar la confitura en el interior de los bocaditos aún templados y los vamos depositando en una fuente de trabajo con el orificio por el que hemos hecho el relleno hacia arriba.

Con la ayuda de una puntilla abrimos este orificio hasta convertirlo en una ranura en la que introduciremos una lámina de molleja caramelizada y nos preparamos para emplatar.

Depositamos en el fondo de un plato una línea de brotes tiernos de cebolla –que aportan un toque fresco y ligeramente ácido-, pulverizamos un poco de aceite de oliva y acabamos con unos cristalinos de sal. Colocamos, con mucho cuidado –unas pinzas siempre vienen bien-, tres o cuatro bocaditos rellenos sobre esta mini-ensalada y repetimos la operación hasta completar el número de platos necesarios. La receta está lista para ser servida y degustada.

La suavidad esponjosa de los bocaditos, a medio camino entre un mollete y un buñuelo, se ve redondeada por los matices crujientes de las semillas de las brevas y sus sabores dulces y levemente picantes al mismo tiempo. Contrasta con todo ello la rotundidad aromática y campestre de la carne confitada y levemente crujiente por acción del laqueado. La breve ensalada de brotes aporta, como ya hemos señalado, un toque fresco y ligeramente ácido al conjunto convirtiendo este peculiar entrante en un estupendo prólogo para una, aún mejor, comida o cena que, no dudamos saldrá de sus mentes. Y esto ha sido todo por este mes. Esperamos que disfruten de la receta al menos tanto como nosotros lo hemos hecho… Bon appétit!

Categorías:Frutas y Dulces, Juego de Blogueros 2.0, Pintxos y Entradas, Platos de Fiesta, Primeros platos

Etiquetado:Azúcar, Cocción, Harina, Higos, Pato, Vino

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Tosta de Guisantes, Huevo nube y Salmón

Publicado el miércoles, 31 mayo, 2017

Esta es mi aportación a la Edición de Mayo de 2017 del Juego de Blogueros 2.0 que dirige y organiza nuestra amiga Mònica desde su Blog Dulcedelimón. Podéis deleitaros con el resto de recetas de esta edición, dedicada a los Guisantes, en los blogs que escriben nuestras amigas y amigos:

  • María José de Aquí se cuece jugando
  • Elvira de Así se come en Granada
  • Ana María de Azucarito de Ana
  • Mònica de Dulcedelimón 
  • Chus de El crepitar de los fogones
  • José Fernando de El emparrao
  • Mari Sol de El menú de mi cocina
  • Inma de Entre 3 fogones 
  • Ana N. de Entre obleas y a lo loco
  • Raxel de Home & Run
  • Sandra de Justfoodlovers
  • Cristina de De Kooking
  • Ligia de Los dulces de Ligia
  • Jorge de Mastercocinillas
  • Noelia de Noestevez’blog
  • Maribel de Picoteando ideas
  • Neus de Rorosacabolas
  • Natalia de Sabores de Naty
  • Maryjose de Tapitas y postres
  • Gisela de Tu hora de la merienda
  • Arantxa de Una bruja en la cocina
  • Silvia A. de Unapizcadena

El conejo blanco {tarde, siempre tarde}.

Que es lo que ocurre cuando la idea para la receta del mes aparece rápida y nítidamente en la mente de quien esto escribe. Ello provoca un estado de tranquila y remolona placidez que se acomoda en el ánimo dejando pasar las horas, los días, las semanas e incluso unas –breves pero intensas– vacaciones.

Ya en el tren de regreso, entre lecturas diversas, velocidades asombrosas, paisajes cambiantes, viajeros ruidosos y no excesivamente cuidadosos con su higiene personal y las consabidas depresiones posvacionales comienzo a vislumbrar un extraño punto verde y redondo en el fondo de un cerebro tan relajado como abotargado por lo visto, disfrutado y padecido –calor, mucho calor-.

¿Resaca? ¿Alucinaciones derivadas de los aromas circundantes? ¿Tumor? No. Los puñeteros guisantes olvidados desde hace no tantos días como me hubiera gustado. Y el consabido mensaje de nuestra querida lideresa; esto se cierra, así que apuntaros ya. ¡Por Dios! Sábado por la tarde, en el tren y ni siquiera tengo los guisantes… ya puedo empezar a pensar en un Plan B –la opción no participar, para una ocasión que no «jugamos» con frutas, es inaceptable-. Tarde, siempre tarde.

E la nube va {el toque Fellini}.

Domingo por la mañana; en una tienda del barrio abierta encuentro guisantes frescos del País –no-me-lo-puedo-de-creer-. Regreso rápidamente a mi cocina, abro el frigorífico y tras la consabida protesta por parte de las arañas que desde hace unos días lo habitan –apaga la luz, a ver esa puerta que entra el calor, etc.– descubro un paquete con cuatro lonchas de salmón, unas alcaparras en sal y unos huevos –Ufff!, al menos nada está caducado-. No es mucho –nada más bien– pero es lo que hay. Y esto tiene que estar solucionado hoy mismo. Así que manos a la obra.

«Ocupa las manos con algo sencillo que te permita tener la cabeza en algo más provechoso». Recuerdo a mi tía-abuela Carmen –sit tibi terra levis– rezando mil veces –mil días– el rosario mientras entre sus manos se desgranaban guisantes, habas, alubias o cualquier otro –maravilloso– producto de las huertas y campos de su Goierri natal. A mis años no me voy a poner a rezar pero, tal vez, la tarea de desgranar me permita concentrarme en pensar qué puedo hacer con los guisantes y las cuatro cosas que quedaron en el frigorífico.

Ideas: un revuelto fino como la seda, un guiso mar y tierra con un huevo mollet –no, que a Inma le va a dar otro ataque de risa-, una ensaladilla sencilla –con lo poco que hay en la nevera y despensa va a resultar demasiado sencilla-, unos huevos con guisantes y jamón, plato delicioso, tradicional y sencillo donde los haya… ¿Y si le damos una vuelta más a esta última idea?.

Como muchos de vosotros –supongo–  llevo un tiempo viendo en las redes una curiosa manera de preparar unos huevos al horno pero con aspecto de fritos; los huevos nube. El nombre les viene de lo esponjosa que resulta la clara montada a punto de nieve, como si de un merengue salado se tratara. No está mal como punto de partida y, como creo que no voy a tener una mejor ocasión de ponerlos en práctica, empezaremos por ahí.

Para que la presencia de los guisantes no sea tan testimonial incorporaremos a las claras un puré de guisantes y, así, presentarán un bonito tono verdoso –de esto hablaremos más adelante– . También sustituiremos el jamón por salmón, más cremoso y salino y, por último, en lugar de  presentarlo a modo de guiso, lo haremos en forma de una tosta; con un aire más informal y festivo.

De acuerdo, la receta en sí no es para echar cohetes, pero habida cuenta la escasez de ingredientes y la premura del tiempo, creo que, al menos, os traigo algo rápido, sencillo y divertido. Una vez más, la nave va. Así que todos a bordo y vamos con los ingredientes.

Los ingredientes:

  • Unos cien gramos de Guisantes frescos desgranados.
  • Cuatro lonchas de Salmón Ahumado.
  • Cuatro rebanadas pequeñas de Pan –de calidad y al gusto-.
  • Dos cucharadas de Alcaparras en sal.
  • Una cucharadita de Mostaza de Dijon –opcional y al gusto-.
  • Unas gotas de Aceite de Oliva Virgen Extra.
  • Una pizca de Pimiento de Espelette molido –al gusto-.
  • Sal y Pimienta –al gusto y con moderación-.

Verde que te quiero verde.

Comenzaremos, como ya habéis leído, por desgranar y lavar los guisantes para, a continuación, cocerlos al vapor durante unos 8 ó 10 minutos –dependiendo de la calidad y variedad, han de resultar ligeramente «al dente»-.

Una vez al punto los sumergimos en agua fría con hielo para cortar la cocción y fijar la clorofila –y su bonito tono verde primaveral-. Extraemos a un papel absorbente un par de cucharadas de guisantes para que se escurran y reservamos el resto en el agua hasta el momento de su utilización.

Una vez secas las dos cucharadas reservadas las pasamos al vaso de la batidora, incorporamos una pizca de sal y pimienta junto con un par de gotas de aceite de oliva –justo lo suficiente como para que nos permita obtener una pasta-. Batimos hasta obtener una pasta lo más homogénea posible, filmamos y reservamos al frío.

Al mismo tiempo lavamos cuidadosamente las alcaparras para liberarlas del exceso de sal y las reservamos, también, sobre papel absorbente hasta el momento del emplatado.

Cuestiones de huevos {con perdón}.

Tomamos los huevos y separamos las claras –todas al mismo bol– de las yemas que depositaremos con mucho cuidado de no romperlas en recipientes –tazas– individuales, ya que las emplearemos más adelante. Comenzamos a batir las claras despacio y de abajo a arriba incorporando una pizca de sal hasta alcanzar el punto de nieve. Llegados a este punto añadimos los guisantes en pasta con mucho cuidado y removiendo con la ayuda de una espátula hasta que se integren perfectamente en las claras –ya merengue-.

Como ya he comentado en la introducción mi intención era que este merengue salado tuviera un bonito tono verdoso, pero tras un par de pruebas –desastrosas, todo hay que decirlo– he optado por incorporar tan solo una pequeña cantidad de guisantes que, si bien no alcanzan a colorear completamente la masa, sí que le aportan una cierta textura y color. Incorporar más cantidad pone en peligro la estabilidad del merengue y, por lo tanto, el resultado de la receta. La solución podría pasar por secar completamente la pasta en el horno para que la humedad no afecte a las claras montadas –seguiremos investigando-.

Sigamos: precalentamos el horno a 230ºC y vamos depositando el merengue en cuatro porciones sobre recortes de papel sulfurizado. Con la ayuda de unos aros de emplatar le damos forma circular y terminamos vaciando, con una cuchara, un pequeño hueco en la zona central de cada una de las porciones –donde más adelante depositaremos las yema-. Retiramos los aros –el merengue habrá de mantenerse perfectamente estable– y una vez que el horno esté a la temperatura adecuada los introducimos –cada uno con su papel– durante tres minutos.

Una vez transcurrido el tiempo, sacamos los merengues y depositamos en el hueco previsto en cada uno de ellos una yema con mucho cuidado para no romperla. Salpimentamos ligeramente y volvemos a hornear otros tres minutos más. Los huevos nube ya están listos.

Lo bueno si breve…

Tostamos las rebanadas de pan –solo por una cara para que resulten más suaves– y pintamos la cara crujiente con un poco de mostaza fuerte de Dijon –opcional-. Sobre ella colocamos una loncha de salmón y, a continuación, depositamos uno de los huevos nube. Añadimos un puñadito de guisantes cocidos y escurridos y unas alcaparras –al gusto, personalmente me encantan-. Terminamos con un toque de Pimiento de Espelette molido.

La receta, sencilla a más no poder está lista para ser degustada a modo de plato único e informal. La combinación de la cremosidad de la yema de huevo hecha al punto con la propia del salmón, el crujido intenso y profundo del pan y la volatilidad etérea del merengue aromatizado de guisantes son sus cartas de presentación. Estos últimos aportan, además, su carácter a medio camino entre el dulzor y lo herbáceo, con una textura levemente crujiente. Completa el conjunto la salinidad levemente ácida de las alcaparras, la densidad melosa y marina del salmón y el toque levemente picante del Piment d’Espelette.

Muchas sensaciones contenidas en una sencilla receta que puede funcionar como cena rápida y diferente -o incluso, y para los más osados, como desayuno completo– y que esperamos disfruten más pronto que tarde. Y, como siempre, cuídense y… Bon appétit!

Categorías:Huevos y derivados, Juego de Blogueros 2.0, Platos únicos

Etiquetado:Alcaparras, Asados, Guisantes, huevo nube, Huevos, Salmón

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Espárragos albardados en crema de Azafrán con Lima y Anís { en tiempo de espárragos II }

Publicado el sábado, 20 mayo, 2017

Vamos con mi segunda propuesta de este año y temporada de espárragos. Si hace unos días fusionábamos influencias ribereñas e italianas para dar lugar a una receta tan simple como deliciosa –Espárragos a la Carbonara-, esta vez os quiero proponer una sugerente combinación, de suaves influencias francesas pero con un toque final rotundo e ibérico.

Para ello trabajaremos los espárragos con leche, nata y mantequilla buscando un punto de sutileza acorde al sabor y textura de nuestros blancos brotes. A su hebrosa suavidad os propongo contraponer el crujiente salazón, de aroma intenso y levemente dulzón, de una buena panceta ibérica. Y hablando de dulzores salinos y terrosos, matizaremos el conjunto con el delicioso toque que solo unas hebras de buen azafrán pueden aportar y la levedad cítrica y aromática de una lima recién exprimida. Por último redondearemos la preparación con un sutilmente dulce y perfumado punto anisado.

Esta receta es, en realidad, una continuación –tal vez evolución– de una anterior que publiqué ya hace más de tres años y que he ido puliendo y readaptando a los diferentes gustos, modos y tiempos por los que nos ha tocado transitar –Espárragos blancos fritos con Lascas de Ibérico y Vinagreta de Azafrán-. Veo ahora, con cierta nostalgia y no sin sorpresa, que el germen de ésta está en aquella y que ambas son tan similares como diferentes en sus matices. A ustedes juzgar –si lo consideran oportuno– cuál es su favorita. Yo, por mi parte, seguiré disfrutando no solo de ambas sino de todas las variaciones que, sin lugar a dudas, continuarán surgiendo en torno a uno de mis productos de temporada preferidos.

Una vez dicho esto, la receta está prácticamente explicada, ya solo falta ordenar los ingredientes, sus cantidades y momento de aparición en escena. Vamos con la lista completa:

  • Una docena y media de Espárragos Blancos frescos de Navarra o la Ribera del Ebro –algunos más o menos en función del calibre-.
  • Unas diez tiras de Panceta Ibérica cortada tan fina como sea posible –transparentes-.
  • Una nuez de Mantequilla.
  • 200 mililitros de Nata –35% materia grasa-.
  • 200 mililitros de Agua fría.
  • 300 mililitros de Leche –entera o semi–
  • 15 mililitros de Anís dulce –medio chupito más o menos y opcional-.
  • Una pizca de Sal y otra de Azúcar Moreno.
  • Un pellizco de Hebras de Azafrán –de La Mancha o de La Vera y al gusto-.
  • Media Lima fresca –bien verde-.
  • Un hilo de Aceite de Oliva Virgen Extra –de acidez leve-.
  • Pimienta Blanca recién molida gruesamente –o, como en mi caso, una mezcla de ellas-.

Una vez más, la primera tarea consiste en pelar y cuadrar los espárragos. No voy a volver a repetir el proceso completo y detallado ya que podéis seguirlo en este enlace. Una vez preparados los espárragos los mantenemos en agua fría hasta el momento de utilización.

En esta ocasión vamos a emplear un proceso de cocción por evaporación –con la consiguiente concentración de sabores– que terminará en una suave fritura una vez evaporada a parte líquida de los ingredientes. Para ellos tomamos una sartén amplia –una cazuela baja y amplia puede servir igualmente– y depositamos en ella la mantequilla cortada en láminas y los espárragos escurridos.

Cubrimos éstos con 200 mililitros de nata y otros tantos de leche y agua. Incorporamos la pizca de sal y azúcar moreno y, para finalizar, las hebras de buen azafrán. Es importante que todos los espárragos queden perfectamente cubiertos por los líquidos y, si fuera necesario, podríamos añadir algo más de agua. Continuemos; acercamos al fuego a máxima potencia y en cuanto rompa a hervir, bajamos la potencia a poco más de la mitad continuando la cocción muy lentamente durante unos 15 minutos, momento en el que los líquidos comenzarán a concentrarse.

Llegados a este punto es muy importante volver a bajar la potencia del fuego y vigilar que ni la salsa ni los espárragos -que podemos ir volteándolos con mucho cuidado en un suave vaiven– tomen color ya que el sabor podría amargar arruinando la receta. Comprobamos el punto de cocción con la punta de un cuchillo –que ha de entrar sin la más mínima resistencia– y, finalmente, retiramos los espárragos a una superficie de trabajo en la que envolveremos cada uno de ellos en media tira de panceta.

Una vez envueltos, colocamos los espárragos en una fuente de horno pintada con un finísimo hilo de aceite de oliva, espolvoreamos con pimienta –o mezcla de ellas– molida gruesamente y precalentamos el horno a unos 220ºC.

Al mismo tiempo, y con la ayuda de una lengua de silicona, recuperamos todos los jugos concentrados de la cocción que pasaremos una cazuela pequeña a la que  incorporaremos el resto de la leche, el zumo de la lima –exprimida con cuidado– y, opcionalmente, el medio chupito de anís dulce. Mezclamos bien todos los líquido y reducimos a fuego suave hasta que el alcohol se evapore y la salsa adquiera textura de crema suave y densa. Reservamos a fuego muy suave.

Una vez terminada la salsa introducimos los espárragos albardados –envueltos en grasa, panceta en este caso– en el horno caliente durante unos diez minutos, hasta que la grasa se funda y las partes más magras resulten crujientes. Para finalizar emplatamos una porción de espárragos por comensal y terminamos pintando con una generosa cucharada de salsa.

Todos los matices de los diferentes ingredientes –espárragos, lácteos, azafrán, cítricos y anisados– aportan al ya de por sí maravilloso producto que son los espárragos una plena armonía sinfonía de sabores, aromas y textura que redondean a nuestro protagonista de este mes y temporada. Y sin olvidar la intensidad y punto crujiente de la panceta que los potencia y acompaña. Una receta que, en sus múltiples variantes y evoluciones, siempre hemos disfrutado y que, esperamos, a partir de ahora también se convierta en una de sus favoritas. Bon appétit!

 

Categorías:Hortalizas, Legumbres y Verduras, Platos de Fiesta, Primeros platos

Etiquetado:Anís, Azafrán, Cocción, Espárragos, Mantequilla, Nata, Panceta

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Espárragos a la Carbonara { en tiempo de espárragos I }

Publicado el miércoles, 10 mayo, 2017

Sin ningún género de dudas –y al menos para quien esto escribe– uno de los momentos más emocionantes, gastronómicamente hablando, es aquel en el que, tras una lectura relacionada directa o indirectamente con este inmenso mundo de las cocinas –que nos llena las sentidos además de los estómagos-, el cerebro comienza a juguetear combinando conocimientos e ideas, nuevas y antiguas, propias y ajenas, con imágenes, recuerdos de sabores, aromas y texturas que terminan desembocando en algo diferente, tal vez novedoso, pero siempre irresistible.

Llegados a ese punto surge una nueva necesidad, la de poner en práctica aquello que no era sino una idea, probar y probarse a hacerla. Y, seamos sinceros, no siempre se acierta, ni en las ideas, ni en su desarrollo o elaboración. No pasa nada. La siguiente idea, la siguiente propuesta, está a punto de aparecer.

Este es el caso de la receta que hoy os anoto y que, en realidad, no deja de ser una vuelta de tuerca más e italianizada –ya me conocéis– de un clásico tradicional de la Ribera y de la temporada: espárragos frescos con huevos. Es decir, simple y llanamente juntar uno de los más exquisitos productos navarros y ribereños con –en palabras de mi admirado Francis Paniego del restaurante El Portal de Echaurren– la mejor salsa del mundo; la yema de huevo.

Hace ya un tiempo que espoleado por un viejuno –demasiado nuevo para ser clásico y demasiado viejo para ser moderno– recetario ribereño, comencé a preparar una serie de variaciones sobre el espárrago que nos permitieran disfrutar con total libertad –diversidad– de los que son, sin el más mínimo atisbo de duda, uno de mis productos favoritos.

Es cierto que pocas cosas hay más sencillas y sabrosas que unos espárragos de calidad, recién cosechados –siempre de madrugada– y simplemente cocidos –con un poco de sal y azúcar, a la navarra-. Y tampoco es menos cierto que la grandeza –casi solemnidad– del producto merece más, mucho más. Por ello me propuse –y ahora os propongo– traeros tres modos diferentes de preparar y degustar los espárragos ahora que aún están en plena temporada –«los de abril para mí, los de mayo para el amo y los de junio para ninguno», como se dice en mi querida Ribera-.

Mi primera propuesta consiste simple y llanamente en revertir ese gran –y demasiadas veces maltratado– clásico de la cocina italiana que es la Carbonara –no dejéis de leer o repasar mi entrada al respecto; La Carbonara; errores, mitos y leyendas y algún truco– sustituyendo la pasta por espárragos forma de tallarines e introduciendo una variante en la utilización del huevo, en esta ocasión sin cuajar completamente. Y, en realidad, esto es –casi– todo, así que vamos con la lista de ingredientes:

  • Dos docenas de Espárragos Blancos frescos de Navarra o la Ribera del Ebro –algunos más o menos en función del calibre-.
  • Cuatro Huevos Frescos de Corral –tienen que ser muy-muy frescos-.
  • Un par de tiras de Panceta Ibérica –de unos 10 ó 15 milímetros de grosor-.
  • Unas tres o cuatro cucharadas de Queso Parmesano –Parmigiano-Reggiano– recién rallado –o laminado, al gusto-.
  • Una cucharada de Aceite de Oliva Virgen Extra.
  • Sal y Pimienta –al gusto y con moderación-.

La primera tarea a realizar es pelar los espárragos. Para ello mi sistema consiste en sumergirlos en agua fría durante unos minutos a fin de que se hidraten y, a continuación, pelarlos con la ayuda de un pelador –o pelapatatas– dándoles un par de vueltas hasta que las capas externas más duras y fibrosas desaparezcan y dejen paso al suave y dulce interior –una descripción más completa y gráfica en este enlace-.

A continuación, y con el mismo pelador, comenzamos a extraer tantas tiras de espárrago como nos sea posible de cada uno de ellos. Personalmente prefiero guardar las puntas –yemas– para otra preparación –salteadas en seco un par de minutos y terminadas con unas gotas de un buen AOVE y unos cristales de sal son una entrada simplemente deliciosa-.

Una vez reducidos los espárragos a tiras –tallarines podríamos decir– los colocamos en una fuente de microondas con tapa, añadimos unas gotas de aceite de oliva, un poco de sal, mezclamos bien, cerramos –o filmamos– y, con el microondas a máxima potencia, los cocinamos durante un minuto. Sacamos la fuente, removemos los espárragos, cerramos de nuevo y volvemos a cocinarlos durante otro minuto más. A fin de obtener una cocción al punto de todos los tallarines de espárrago puede resultar conveniente realizar esta tarea por tandas.

Para terminar escurrimos los tallarines de espárrago y los reservamos en otra fuente o táper –tupper en versión original– cerrado y a temperatura ambiente.

Al mismo tiempo cortamos la panceta ibérica en pequeños cubitos, los pasamos a una sartén en seco –sin grasa añadida– y dejamos que se vayan dorando y desengrasando haya que resulten dorados y crujientes. Los retiramos a un papel absorbente para extraer el exceso de grasa y los reservamos hasta el momento del emplatado.

Para terminar con los preliminares, rallamos –o laminamos– el queso y lo reservamos a temperatura ambiente y, al mismo tiempo, acercamos una cazuela con agua y abundante sal al fuego hasta que comience la ebullición.

Terminamos: con el agua hirviendo a borbotones y la ayuda de una cuchara vamos introduciendo cuidadosamente cada uno de los huevos en el líquido –es fundamental haberlos sacado un tiempo antes del frigorífico para que no se rompan por shock térmico-. Contamos exactamente cinco minutos desde la introducción e inmediatamente los pasamos a un bol con agua helada –o agua con hielo– para cortar la cocción. Una vez fríos los pelamos con mucho cuidado y nos preparamos para emplatar.

Colocamos en un bol individual una buena base de tallarines de espárrago, abrimos un pequeño hueco en el centro y en él depositamos uno de los huevos mollet –del francés mœlleux, blando, suave-. Salpimentamos, añadimos unos cubitos crujientes de panceta y terminamos con unas gotas de aceite de oliva y una bonita espolvoreada de Parmesano rallado o laminado.

Podemos optar por presentar los huevos abiertos dejando que la yema –la mejor salsa, recordemos– invada y suavice al resto de ingredientes o bien dejar que cada comensal lo haga y descubra el interior cremoso por si mismo. Y ya no queda más que disfrutar de este plato fruto de la fusión de productos y tradiciones  que, estamos seguros, encantará a cualquier aficionado a las recetas con historia, sencillas, diferentes, de temporada y, sobre todo, a los deliciosos espárragos. Que ustedes lo disfruten y… Bon appétit!

Categorías:Hortalizas, Legumbres y Verduras, Primeros platos

Etiquetado:Cocción, Espárragos, Huevos, Panceta, Parmesano

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Tiradito de Mero y Kiwi

Publicado el domingo, 30 abril, 2017

Esta es mi aportación a la Edición de Abril de 2017 del Juego de Blogueros 2.0 que dirige y organiza nuestra amiga Mònica desde su Blog Dulcedelimón. Podéis deleitaros con el resto de recetas de esta edición, dedicada al Kiwi, en los blogs que escriben nuestras amigas y amigos:

  • Laura y Samuel de Aglutina2
  • María José de Aquí se cuece jugando
  • Carlota de Art i Cuina
  • Elvira de Así se come en Granada
  • Ana María de Azucarito de Ana
  • Carabiru de ¡Birulicioso!
  • Mònica de Dulcedelimón 
  • Inma de Entre 3 fogones 
  • Cristina de De Kooking
  • Ligia de Los dulces de Ligia
  • María de Mins Cocina
  • Noelia de Noestevez’blog
  • Maribel de Picoteando ideas
  • Neus de Rorosacabolas
  • Natalia de Sabores de Naty
  • Maryjose de Tapitas y postres
  • Silvia A. de Unapizcadena

Naderías.

La decisión más complicada referida a esta edición del Juego de Blogueros que he tenido que tomar no ha sido qué receta elaborar –algo que tuve claro desde el primer momento– sino el participar o no. Me explico.

No tengo nada en contra del kiwi –cosa anodina y sosa donde las haya-. El problema es que tampoco tengo nada en su favor. Me resulta, simplemente –y nunca mejor dicho-, un producto absolutamente insignificante, prescindible y con un recorrido que difícilmente va más allá de tartas y tartaletas –casi siempre como decoración-, algún batido –smoothie que dirán los modernetes– o helados –batidos fríos al fin y al cabo-. Espero que mis audaces compañeras y compañeros del Juego me saquen de mi –probable– craso error.

Si a ello le sumamos que nos encontramos en plena temporada –de las de verdad; kiwis hay todo el año-, con nuestros campos, huertas y mercados llenos de sublimes productos –tirabeques y guisante, habitas y alcachofas, espárragos y acelgas-, frutos tradicionales de nuestras tierras y el trabajo de nuestras gentes, creo que os podéis hacer una idea sobre el por qué de mis dudas a la hora de participar.

Para acabar con esta ego-diatriba anti-kiwi; el argumento de lo saludable que resulta nuestra «amada» fruta del mes no me sirve. Es un argumento igualmente aplicable a cualquiera de las verduras y hortalizas –esas y otras muchas– que he citado poco antes. Vamos, que me siento encantado y verde como un kiwi, así que dejemos estas naderías y pasemos a la parte más amable y pacífica de esta historia.

Fusión Pacífica.

La idea para la receta de este mes me surgió en el mismo instante en el que conocí el fallo –nunca mejor dicho– de las votaciones. Es involuntario pero siempre asocio el kiwi –a pesar de ser una fruta dulce en su momento– con la acidez. Debe de ser porque la mayoría de las veces éste es su rasgo más representativo. Así que, de acidez en acidez, el camino estaba claro; aprovechar esta característica como base para la elaboración de una receta en la que ésta sea la fuente de cocción.

Tras desestimar diversas variantes en forma de escabeches, vinagretas, maceraciones y algún acercamiento a la cocina Thai, el camino quedó despejado; nos vamos hasta el océano que, tal vez, mejor ha fusionado diversas culturas lejanas –historica y también geográficamente– hasta convertirlas en símbolo identitario y base de una cocina en pleno auge, admirada, reconocida, respetada y, sobre todo, aclamada tanto por gastrónomos como por nutricionistas. Cazuelas y cuchillos a la maleta; nos vamos al Perú.

Y qué mejor compañero de viaje para esta nueva aventura virtual y gastronómica que mi admirado –y admirable– Gastón Acurio y su espléndido compendio de la cocina peruana tradicional y actual que es su hermosísimo libro «Perú» –terminaré por llamar a estas incursiones de gastro-lecturas «El sabor de la letras»-. A través de él nos sumergimos en un mundo novedoso lleno de ceviches y tiraditos, pisco sour y suspiros limeños, anticuchos y pulpos al olivo entre otros mil productos y elaboraciones más por descubrir y disfrutar. Cuánto placer y cuánto por aprender en unas páginas que invitan a cocinar y viajar, como si ambas cosas no fueran, en realidad, una sola.

Dejaré a las mentes más inquietas que descubran y disfruten –otra vez dos palabras para una misma idea– el libro y me limitaré a comentar la naturalidad –en todos los sentidos– de una cocina que puede hacer y hace gala de sus pasados –y sus productos, modos y maneras– precolombinos, hispanos, criollos y asiáticos fusionados sutilmente en lo que hoy podemos disfrutar como una de las más grandes cocinas y despensas del mundo. Viva Perú, carajo!

Los Diez Mandamientos.

Según el maestro Acurio hay que respetar siempre un decálogo de normas para la correcta elaboración de un buen ceviche o, como en este caso, un tiradito –la diferencia entre ambas preparaciones es el tipo de corte que se aplica al pescado; en taquitos o tiras en el primer caso y en filetes para el segundo-.

Estos son, en resumen, los Diez Mandamientos para comenzar a preparar un tiradito –o ceviche– en condiciones:

  1. No hay pescado malo; todos los pescados valen siempre y cuando estén muy frescos.
  2. Dialogar con el pescado; cada variedad de pescado demanda un corte distinto.
  3. Al reencuentro del pez con la sal del mar; sazonar siempre el pescado generosamente con sal marina.
  4. Aromas de ají, no dictadura del ají; cortar ají –pimiento o guindilla– fresco y aromático y frotar el recipiente del pescado.
  5. Del limón, sólo su corazón. Sólo los primeros jugos, la piel blanca interior aportara un sabor amargo que puede acabar con el plato.
  6. Cebollas rojas, siempre, nunca blancas, y solo las capas más internas.
  7. Ni cocido ni marinado; crudo y acariciado. Nada de horas de marinado, un toque es suficiente.
  8. Siempre frío; ni tibio, ni helado.
  9. Con cuchara, siempre. El pescado y el jugo son una pareja inseparable que deben llegar a la boca a la vez.
  10. Que viva la leche de tigre. Y que viva la libertad de los sabores y variaciones.

Y, la verdad, es que una vez leído este decálogo poco más se puede añadir a una receta que es esencialmente sencilla, popular y deliciosa. Diez mandamientos deberían de estar grabados en la cocina –y el corazón– de cualquier aficionado y cuya omisión habría de ser penada por siempre jamás. O casi.

Leche de Tigre.

Lo primero, que nadie se asuste por el nombre ya que, en realidad, no se trata de ningún lácteo, ni proviene de ningún felino. Tras este terrífico nombre se esconde una deliciosa preparación que puede ser ingerida como refrescante reconstituyente y cuyos efectos –al parecer– son tan sorprendentes que le han granjeado su agresivo nombre. También es la mezcla con la que se marina –acaricia– el pescado para convertirlo en un tiradito o cebiche.

Se trata, en realidad, de una interesantísima mezcla de zumo de limón -o lima- con caldo de pescado, algunas hierbas y verduras junto con trocitos de pescados y mariscos. Todo ello se tritura hasta obtener un líquido denso que, gracias a su acidez, cocerá el pescado. Ese es el secreto de la preparación –o, al menos, uno de ellos-.

Aventuras y desventuras del Ají Limo.

He intentado por todos los medios conseguir este ají –chile o pimiento, técnicamente «Capsicum chinense» o también Aji Limo, Ají Mochero, Ají Lima– pero en esta pequeña ciudad provinciana en la que tengo la fortuna y desgracia –va por días– de sobrevivir, ha resultado imposible. Imposible hasta el punto de optar, finalmente, por plantar unas matas en una maceta para poder disfrutar –el año que viene, supongo– de lo que, en realidad y según he leído –y degustado en Tanta de Barcelona-, es uno de los grandes secretos para transformar un buen tiradito –o ceviche– en un plato memorable.

Como suele ser habitual, la impermeabilidad a ciertos productos gastronómicos, tal vez no muy rentables económicamente –o en conflicto con otros locales, o por simple y puro desconocimiento-, nos priva del placer de conocerlos y degustarlos. Atreverse a imitar o simular sus aromas y sabores a través de otros más accesibles en nuestros mercados es una tarea tan complicada como necesaria.

Por ello he optado por emplear un pimiento fresco y dulzón, mezclado con una guindilla seca ligeramente picante y un poco de polvo de pimiento de Espelette –producto del País Vasco Francés– que aporta un leve toque mineral y nasal. El resultado es agradable, no muy agresivo y satisfactorio, a mi entender, para el conjunto de la receta.

Para terminar con esta larga introducción solo me falta comentar que comienzo la receta con la preparación de un sencillo caldo –o fumet– de pescado que podéis preparar rápidamente o bien sustituir por uno congelado previamente elaborado –un excelente sistema– o, si no hay más remedio, por un envasado de calidad. Vamos con la lista completa de ingredientes.

Para el Caldo de Pescado:

  • Una Cabeza y Espina de Merluza.
  • Media docena de Cabezas Gambas –que emplearemos para la Leche de Tigre-.
  • Una Cebolla Blanca mediana.
  • Un Puerro mediano –solo la parte blanca-.
  • Una Zanahoria mediana.
  • Una ramita de Apio.
  • Una hoja de Laurel.
  • Una cucharadita de Semillas de Cilantro.
  • Una cucharadita de Pimienta Blanca en grano.
  • Sal marina.

Para la Leche de Tigre:

  • El zumo de dos Limones.
  • El zumo de tres o cuatro Limas.
  • Unos trocitos o recortes del Mero que emplearemos para el tiradito –unos 75 gramos-.
  • Media docena de Gambas frescas –cuyas cabezas irán al caldo-.
  • Un par de anillas de Calamar o Sepia –opcional-.
  • Un tercio de vaso de Caldo de Pescado –unos 70 mililitros del elaborado o comprado-.
  • Una ramita tierna de Apio.
  • Medio corazón de Cebolla Morada –unos 25 gramos-.
  • Un par de cubitos de Hielo.
  • Un par de rodajas de Pimiento Rojo –tipo Morrón o Entreverado-.
  • Media Guindilla seca y picante –al gusto-.
  • Una pizca de Piment d’Espelette –o un poco más de guindilla-.
  • Unas cuatro ramitas de Cilantro fresco.
  • Un poco de Sal marina.

Para el Tiradito:

  • Una rodaja de Mero súper fresco –unos 250 gramos-.
  • Un Kiwi –sí, al fin salió-.
  • Un bulbo pequeño de Hinojo –opcional-.
  • Un poco más de Piment d’Espelette.
  • Unas gotas de Aceite de Oliva Extra Virgen.
  • Sal marina y Pimienta –al gusto y con moderación-.

El Caldo.

Como ya he comentado antes, podéis obviar la elaboración de este caldo pero teniendo en cuenta que una buena base o fondo es, siempre, el cimiento de un buen resultado. Por otra parte como obtendremos aproximadamente un litro de caldo o fumet mi consejo es congelar el resto para otras elaboraciones. Unas cubiteras rellenas de caldo son una excelente ayuda en cualquier cocina que se precie.

Comenzaremos lavando, pelando y troceando la cebolla, zanahoria, apio y puerro. Introducimos en una cazuela las verduras junto con las espinas y cabeza de pescado y gambas –que podéis pedir a vuestro pescadero y tener congelados– y los aromas; laurel, semillas de cilantro y pimienta y la sal. Cubrimos con agua fría –un litro y cuarto aproximadamente– y llevamos a ebullición.

Una vez comience a borbotear, bajamos el fuego y dejamos que hierva lentamente durante unos 20 minutos, espumando cuando fuera necesario a fin de retirar las impurezas. Finalmente dejamos enfriar, colamos con la ayuda de una estameña o súper bag –dos veces mejor que una– y reservamos la cantidad necesaria para seguir con la receta –el resto al congelador-.

La Leche.

Antes de comenzar con la preparación –trabajo sencillo donde los haya– hay que tener en cuenta que la Leche de Tigre no se debe de conservar durante más de tres o cuatro horas hasta el momento de su utilización, siempre herméticamente cerrada y en frío para evitar, en la medida de lo posible su oxidación y la pérdida de sus características aromáticas y saporíferas. Por ello, siempre es mejor prepararla poco antes de utilizarla o bien en el último momento.

Tomamos el vaso de la batidora o procesadora –robot– e introducimos en ella los zumos de limón y lima –sin intentar extraer demasiado líquido para que no amarguen-, los recortes de pescado –mero en este caso-, las gambas, el calamar o la sepia, el caldo de pescado, el apio pelado y sin nervaduras, el corazón de la cebolla morada, una pizca de sal y los cubitos de hielo.

Trituramos todos los ingredientes hasta obtener una salsa levemente consistente y homogénea. A continuación incorporamos los pimientos y guindillas junto con las ramitas de cilantro. Volvemos a triturar, esta vez más suavemente y durante menos tiempo a fin de que se aprecien estos últimos ingredientes en la Leche. Terminamos reservando en un bote hermético y en el frigorífico hasta la hora de preparar y montar el plato.

El Mero.

Ya hemos comentado que esta receta se puede preparar con cualquier clase de pescado –blanco, preferiblemente aunque también puede ser azul y, por tanto, más graso– con la única condición de que sea súper fresco ya que lo serviremos únicamente cocinado –marinado– en los ácidos de la Leche de Tigre.

Limpiamos la rueda de mero de pieles y espinas, aprovechamos los recortes de las puntas para la preparación de la Leche y reservamos los trozos más grandes y compactos para la receta. Con la ayuda de un cuchillo fileteador –largo y de hoja estrecha– y con la hoja bien mojada –un truco esencial para no romper la carne y que se deslice mejor– vamos extrayendo unos filetes tan finos como podamos, procurando que sean de tamaño similar.

Los depositamos sobre un papel film, salamos ligeramente y reservamos al frío hasta el momento final. Para terminar laminamos muy finamente tanto el kiwi como el bulbo de hinojo –opcional–  y filmamos las láminas que reservaremos al frío. Vamos con el montaje.

Acabado y presentación.

Enfriamos con un poco de hielo un bol de cocina y lo aromatizamos ligeramente frotando un trozo de pimiento o guindilla –o ambos– en sus paredes. Introducimos en él una primera tanda de filetes de mero y media docena de cucharadas de Leche de tigre. Removemos con cuidado –un leve vaivén puede resultar suficiente para no romper la carne– durante un par de minutos aproximadamente y extraemos los filetes a una bandeja de trabajo.

Tomamos un plato de mesa y colocamos alternativamente en su centro filetes de mero y las finísimas rodajas de kiwi hasta completar una ración. Repetimos tantas veces como sea necesario. Tomamos las láminas de hinojo, repetimos la operación de mezclarlas con la leche de tigre y las reservamos en la bandeja.

Colocamos una de estas láminas de hinojo en un lateral del plato y terminamos mojando el tiradito con otra cucharada de Leche de tigre, unas gotas de aceite de oliva y un leve pellizco de pimiento de Espelette y sal marina. Alternativamente podemos completar la decoración con tiras de cebolla morada cruda. Servimos inmediatamente.

La deliciosa y refrescante receta, fruto de la fusión de múltiples influencias y productos, compagina la acidez de los cítricos con los aromas intensos y también refrescantes del cilantro y la cebolla y la rotunda y, al mismo, tiempo suave textura de los filetes de pescado. El kiwi aporta un toque de color y acidez crujiente complementaria –y, tal vez, un cierto dulzor– que redondea el plato. Ya solo falta regalarse con esta delicia venida de más allá de los océanos próximos y lejanos. Esto ha sido todo por este mes. Esperamos que ustedes lo disfruten tanto como nosotros y, mientras tanto… Bon appétit!

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Vieiras en camisa de Panceta ibérica y Parmesano {y poco más}

Publicado el jueves, 20 abril, 2017

Esta va a ser, seguramente, la receta más breve y sencilla de las que he publicado recientemente. Pero también es, al mismo tiempo y a mi modo de entender, una de las más interesantes y apetitosas. Una de esas recetas que tanto nos gustan a todos por la sencillez de su elaboración, su espléndida apariencia y su espectacular contraste de sabores, aromas y texturas.

Tanto es así que para su elaboración vamos a utilizar únicamente tres ingredientes –y un par de matices– por lo que cada uno de ellos ha de ser de calidad. Sencillo no quiere decir simple y, cuando los ingredientes y las cocciones son mínimas los sabores, aromas y texturas contenidos en cada ingrediente han de brillar, de estar claramente presentes y de armonizar a la perfección.

Aunque lo mejor de la temporada de las Vieiras ya ha finalizado, aún podemos encontrarlas congeladas de muy buena calidad, lo que prolonga su disfrute a lo largo de todo el año –evidentemente no es lo mismo que una vieira fresca pero siguen siendo deliciosas-. En este sentido, no dejéis de preguntar a vuestro pescadero por las vieiras congeladas gallegas, conservadas enteras y en todo su esplendor según son extraídas de nuestras frías costas.

La Panceta ibérica –blanca, grasa, sedosa y profundamente aromática– la podéis encontrar en lonchas finísimas preparadas en cualquier establecimiento de alimentación de confianza junto el Parmigiano-Reggiano –es decir el único y auténtico Parmesano– y el aceite aromatizado de trufas. En mi caso y como ya me conocéis –súper-fan de la cocina y los productos italianos– he optado por un Parmigiano-Reggiano curado durante treinta y seis meses y un aceite aromatizado a la trufa blanca de Alba –que ya utilicé en mi Wontón de Brócoli, Cigalas y Setas en Consomé de Ave con aroma de Trufa-. En ambos casos, unas lascas y gotas son más que suficientes, por lo que la inversión queda bien amortizada –por si alguien piensa que su aporte a la receta no es suficiente-.

Así que, una vez repasado prácticamente todos los ingredientes –al menos los principales-, vamos con la lista completa;

  • Cuatro Vieiras Gallegas hermosas y frescas –en temporada o congeladas fuera de ella-.
  • Claro lonchas finas de Panceta Ibérica.
  • Unas lascas finísimas de queso Parmesano curado –dos o tres por ración-.
  • Una cucharadita de Aceite aromatizado con Trufa.
  • Unas briznas de Cebollino fresco.
  • Una cucharadita de Aceite de Oliva Virgen Extra.
  • Sal y Pimienta –al gusto y con moderación-.

Lo primero que habremos de hacer es acondicionar las vieiras; las abrimos con cuidado separando –cortando– la carne de la valva plana con la ayuda de una puntilla bien afilada. Extraemos tirando con mucho cuidado todas las capas –o telillas– que rodean la nuez o músculo central. Retiramos también la zona oscura y el coral –o uña– de color anaranjado. Pasamos delicadamente por agua y finalizamos separando la nuez de la otra valva, retirando todas las telillas grisáceas que hayan podido quedar, lavando y reservando sobre una rejilla para que escurran el exceso de agua. Precalentamos el horno a 180ºC.

Una vez limpias y perfectamente escurridas procedemos a «encamisar» cada una de las vieiras envolviendo cada una de ellas en una de las finas lonchas de panceta ibérica. Ajustamos las lonchas a la altura de las vieiras recortándolas si fuera preciso, sujetamos la camisa con la ayuda de un palillo –que previamente habremos engrasado con unas gotas de aceite neutro– y terminamos salpimentando suavemente ambas caras.

Acercamos una sartén engrasada con unas gotas de aceite al fuego fuerte y, una vez alcance la máxima temperatura –sin que llegue a humear– marcamos las caras planas de las vieras durante unos segundos hasta obtener un bonito color tostado.  Reservamos cada una de las piezas en una fuente de horno engrasada muy ligeramente.

Una vez marcadas todas la vieiras, introducimos la fuente en el horno precalentado y las horneamos durante unos siete minutos en función del tamaño y el punto de cocción que prefiramos; seis minutos si las preferimos menos hechas o son más pequeñas y hasta ocho –no recomiendo sobrepasar este tiempo– si las preferimos más hechas o son muy grandes.

Extraemos las piezas del horno, quitamos con mucho cuidado los palillos –el haberlos engrasado facilitará la tarea y no habrá trasvasado ningún sabor– y emplatamos colocando cada vieira en el centro de un plato.

Para finalizar depositamos un par de láminas de Parmesano sobre cada pieza, espolvoreamos con una pizca de cebollino picado muy finamente y terminamos con unas gotas de aceite de trufa sobre la vieira y el plato. La receta, una maravillosa y elegante combinación de tres exquisitos productos de la tierra y el mar, está lista para ser degustada. La salinidad dulzona y levemente mineral del molusco combina a la perfección con el aporte intenso, salino, graso y sedoso de la panceta contrastando, al mismo tiempo, con la rotundidad, también salina –umami– y seca del Parmesano y el intenso, firme y delicado aroma del aceite trufado. Todo un pequeño y delicado gran placer. Bon appétit!

Categorías:Pescados y Mariscos, Pintxos y Entradas, Platos de Fiesta

Etiquetado:Asados, Marisco, Panceta, Parmesano, Queso, Vieiras

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Callos guisados en Vino blanco {y dulce}

Publicado el lunes, 10 abril, 2017

Esta receta que os anoto a continuación es el fruto de una brillante intersección acaecida hace ya bastantes años entre una elaboración clásica francesa –Tripes à la Mode de Caen o callos al estilo de Caen – y un error, o despiste, ampliamente celebrado por quien esto escribe y el resto de aquellos han tenido el gusto de dejarse sorprender por esta sabrosa y particularísima receta.

Lo verdaderamente curioso de esta receta, además de su sorprendente resultado, es la casualidad con la que se produjo la primera vez; pura casuística culinaria. Podría contaros que es el resultado de un minucioso análisis de los ingredientes en busca de un nuevo equilibrio, o tal vez, un toque de genialidad a la hora de ponerse ante los fogones, pero no es así. Es el resultado de tener las botellas de vino blanco seco y dulce juntas en la misma estantería. Y, tal vez del despiste o las prisas. O quizá por no probar el vino antes de utilizarlo en la cocina.

Sea como fuera, donde debió de utilizarse un vino blanco seco, se utilizo uno dulce. Y este dulzor obró el pequeño milagro de cambiar la receta para siempre jamás en el recetario familiar. Creo que desde ese mismo momento no se han vuelto a preparar los callos guisados en vino blanco sin ese mágico y característico toque de dulce que, por otra parte, tan bien complemente a estas carnes tan mal llamadas «de segunda».

Antes de seguir adelante quiero hacer dos anotaciones. En primer lugar he optado por una cocción tradicional, lenta y pausada que, en caso de ser necesario, puede sustituirse por otra más acorde a nuestros tiempos –es decir, en olla a presión-. Por otra parte, el vino que habitualmente empleamos en la elaboración –Jurançon dulce– proviene del Pirineo francés pero podéis sustituirlo por un buen Moscatel, siempre y cuando sea dulce pero no en exceso. Vamos con los ingredientes.

  • Un kilo y cuarto de Callos de Ternera, limpios y troceados –podéis pedirlos así a vuestro carnicero-.
  • Una Manita de Ternera también limpia y troceada.
  • Una rodaja de Tocino Ibérico –unos 80 gramos-.
  • Un par de cucharadas de Vinagre Blanco –de vino o sidra–
  • Un par de Zanahorias medianas.
  • Una Cebolla Morada mediana.
  • Un Puerro –solo la parte blanca-.
  • Un diente de Ajo.
  • Medio vaso de Harina –para sellar la olla-.
  • Una botella de Vino Blanco dulce –suelo utilizar un Jurançon, pero podéis reemplazarlo por un buen Moscatel Navarro próximo, sino en el cepaje, sí en lo geográfico-.
  • Medio vaso de Calvados o licor de sidra –opcional-.
  • Una cucharada rasa de Piment d’Espelette en polvo –o una guindilla finamente desmenuzada-.
  • Una briznas de Tomillo.
  • Un hoja de Laurel.
  • Unas ramitas de Perejil fresco.
  • Media docena de Patatas –opcional-.
  • Un poco de Mantequilla –también opcional-.
  • Sal y Pimienta –al gusto y con moderación-.

Lo primero que vamos a hacer es blanquear las carnes. Para ello depositamos las manitas y los callos –troceados y lavados ambos– en una olla amplia, cubrimos con agua fría, añadimos el vinagre blanco, llevamos a ebullición y dejamos hervir durante un par de minutos espumando las impurezas si fuera necesario. A continuación extraemos las carnes, las volvemos a lavar en agua fría y las dejamos escurrir en un colador amplio durante unos minutos. Para terminar precalentamos el horno a unos 140ºC.

Mientras tanto lavamos, pelamos y picamos las verduras en trozos de tamaño similar y las acomodamos en el fondo de una cazuela con tapa y de horno –si es de hierro colado y esmaltada, tipo Le Creuset, mejor que mejor-.

Una vez escurridas las carnes las depositamos sobre las verduras, incorporamos el tocino ibérico cortado en daditos, el vino blanco, ajo, tomillo, laurel, pimiento de Espelette –o guindilla cayena desmenuzada– y el calvados –opcionalmente-, y salpimentamos.

Preparamos una pasta con la harina y un poco de agua hasta formar una masa que estiraremos en forma de cordón y emplearemos para sellar la tapa a la olla. Cerramos con cuidado e introducimos la olla en el horno a 140ºC.  Para la versión tradicional de cocción necesitaremos unas 7 u 8 horas por lo que lo más conveniente es programar el horno y dejarlo haciéndose lentamente para dedicarnos, mientras tanto, a otros menesteres.

Si preferís una cocción más rápida basta con colocar todos los ingredientes en una olla a presión y contar unos 30 ó 40 minutos una vez que alcance su presión máxima –punto en el que podemos bajar el calor a, aproximadamente, un cuarto de potencia-.

Una vez transcurrido el tiempo abrimos la olla, retiramos los trozos de masa que hemos utilizado para sellar la tapa, extraemos las manitas de ternera, las deshuesamos, troceamos y volvemos a introducir en la olla. Removemos con cuidado para remezclar los ingredientes y reservamos.

Antes de servir podemos tornear y cocer al vapor unas patatas nuevas que serviremos acompañadas de una lágrima de mantequilla, sal y una pizca de perejil finamente picado.

Para finalizar acercamos la olla al fuego y dejamos cocer muy suavemente hasta que los líquidos restantes alcancen una textura densa y melosa. La receta está lista para ser degustada.

Depositamos los callos en un bol de mesa y los acompañamos con un poco de su jugo de cocción y una patata al vapor. El resultado es una carne tierna y melosa, con un bonito color dorado rojizo –fruto de la caramelización los azúcares del vino dulce– de aroma fragante y sabor intenso, dulzón y levemente punzante. Una plato para guardar en la memoria y que es necesario probar para disfrutaron sus todos sus diversos y distintos matices. Esperemos que ustedes lo disfruten como nosotros lo hacemos. Bon appétit!

Categorías:Carnes, Platos únicos, Sin categoría

Etiquetado:Casquería, Cebolla, Especias, Guisos, Puerros, Vino, Zanahoria

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Wontón de Brócoli, Cigalas y Setas en Consomé de Ave con aroma de Trufa

Publicado el viernes, 31 marzo, 2017

Esta es mi aportación a la Edición de Marzo de 2017 del Juego de Blogueros 2.0 que dirige y organiza nuestra amiga Mònica desde su Blog Dulcedelimón. Podéis deleitaros con el resto de recetas de esta edición, dedicada al Brócoli, en los blogs que escriben nuestras amigas y amigos:

  • Laura y Samuel de Aglutina2
  • María José de Aquí se cuece jugando
  • Elvira de Así se come en Granada
  • Carabiru de ¡Birulicioso!
  • Fe de Código secreto 280
  • Vanessa de Divertido y delicioso
  • Mònica de Dulcedelimón 
  • Chus de El crepitar de los fogones
  • Inma de Entre 3 fogones 
  • Ana N. de Entre obleas y a lo loco
  • Sandra de Justfoodlovers
  • Cristina de De Kooking
  • Leila de La nueva cocina de Leila
  • Ligia de Los dulces de Ligia
  • Jorge de Mastercocinillas
  • Silvia R. de Mis deliciosas Tentaciones
  • Noelia de Noestevez’blog
  • Maribel de Picoteando ideas
  • Taty de Planetaty
  • Natalia de Sabores de Naty
  • Kemberlyn de Sonrisa vegana
  • Maryjose de Tapitas y postres
  • Silvia A. de Unapizcadena

Gimoteo.

Me había prometido, firmemente, no empezar esta entrada lloriqueando porque no me gusta el brócoli. Pero no va a ser así. Cuando un producto –digamos– no me entusiasma, lo mejor que puedo hacer –como con los niños– es esconderlo, camuflarlo, hasta hacerlo casi desaparecer entre otros más apetecibles. Y, si además, lo escondemos físicamente –o directamente lo hacemos desaparecer de la vista– mejor que mejor.

Tal vez por ello en esta ocasión vi muy claro dese el primer momento qué tipo de receta quería preparar; un envuelto de masa en cuyo relleno estuviera presente nuestro producto del mes. Él ya se encargaría de hacerse hacerse notar con su sabor y olor penetrantes y su intenso color. Y así ha sido. Pero vayamos por partes y comencemos por preparar las maletas, que nos vamos de viaje –otra vez-.

El Wontón que llegó a Italia…

O, tal vez, fuera al revés; el raviolo que visitó China, que sobre esto también se ha escrito abundantemente. En cualquier caso, y antes de seguir adelante no puedo dejar de recomendaros el inteligente, documentado y, al mismo, tiempo divertidísimo libro «Delizia!» de John Dickie. Un genial retrato de la historia de la cocina italiana a lo largo de los siglos  dibujada a través a sus personajes, sus productos o sus recetas más características. Apasionante, como la cocina de nuestros vecinos transalpinos –súper-fan, ya lo sabéis-.

De hecho, hace unos meses también tuvimos la oportunidad de ver en #0 –Cero, canal de Movistar– una serie de capítulos extraídos del libro y presentados por el mismísimo autor quien, además de estar perfectamente documentado, resulta, al menos, tan entretenido como sus escritos. A tener muy en cuenta.

A lo que vamos. A lo largo de varios de los capítulos de este libro se desmitificarlo la supuesta procedencia oriental de la pasta en general, sea seca, fresca o rellena. Según el autor –y lo comparto– el empleo y conservación de las harinas en forma de masas variadas tienen una procedencia mucha más próxima geográficamente –de la cuenca Mediterránea, con casi total probabilidad– y mucho más lejana en el tiempo –anterior a la Era Romana-. Lo de Marco Polo trayendo en sus alforjas los secretos de la pasta –y la seda, la pólvora, la moneda, la imprenta, y quien sabe qué más– desde la lejana Catai –China– no deja de ser una leyenda, fascinante, pero leyenda al fin y al cabo. Y la pastas rellenas son, en realidad, tan comunes a todas las culturas y todas las épocas que presuponer un origen tan lejano es, seguramente, errar y muy de largo.

…o el Raviolo que viajó a China.

Volvamos al tema. Como decía, la idea primitiva para esta receta, una vez decidido que «tenía» que ocultar el brócoli, me trasladó mentalmente a uno de mis añorados viajes a Italia en el que, en un pequeño restaurante cerca de Bologna, surgían desde la cocina de la mamma -«La Cocina de la Mamma se hace con tanto amor que no necesita calorías» rezaba, aproximadamente, un cartel en la entrada del establecimiento– unos cremosos raviolones de carnes especiadas y tomate nadando en un fabuloso caldo de pollo realmente exquisitos. Un estupendo punto de partida.

Pero –siempre hay un pero, sobre todo en los momentos iniciales-, ponerme a hacer pasta en este momento… {Inciso: solo hay dos cosas que he echado en falta tras los traslados padecidos a lo largo del último año y, una de ellas, ha sido mi sufrida y vapuleada máquina de hacer pasta. Sin comentarios}.  Por fortuna hay muchas y muy variadas alternativas a los llorados ravioloni de la mamma; al fin y al cabo, y como ya he comentado poco antes, recetas a base de pequeñas porciones de masa, rellenas de lo que cada cual tuviera su alcance, se han dado en todo el mundo, en todas las épocas y en todas las culturas –léanse nuestras empanadillas, los ravioli, tortellini o agnolotti italianos, kreplaj judios, gyoza japoneses o wontón chinos, por citar solo algunos-.

Rápidamente recordé que no hace mucho tiempo descubrí un mini-súper –me encanta– chino en el que vendían, entre otras especialidades gastronómicas orientales, masa o láminas de wontón –wantán, wantón, 餛飩– congelada, de calidad suficiente y con la que ya había realizado algún que otro experimento. Así pues; ciao ravioli, ni-hao wontón.

{esto va de relleno}

Una vez decidida la masa y que el relleno ha de llevar brócoli busquemos el resto de los ingredientes Desde el primer momento me apetecía combinar dos sabores minerales y un tanto acerados; sutil uno e intenso el otro, uno es nuestro producto del mes y, el otro, uno de mis favoritos -¿compensación? Tal vez-; Brócoli y Cigalas. Tierra y mar, profundidad y delicadeza, amargor y dulzura. Y como contrapunto, un leve, aromático y húmedo recuerdo a la tierra y los bosques; unos champiñones Portobello. Bene!

Para terminar, nada mejor que regresar a la idea original. Aunque por el contenido de algunas de mis últimas entradas pueda parecer lo contrario, la verdad es que no soy muy aficionado a caldos y sopas. Pero también soy incapaz de decirle no a un reconfortante caldo de ave que, además, nos pude servir de base y nexo entre los diversos sabores y aromas. Para terminar redondeando la propuesta, acabaremos añadiendo un toque de aún mayor intensidad terrosa y húmeda a través de unas gotas de aceite trufado. La receta está lista, es hora de ponerse manos a la obra.

Para el Consomé trufado de Ave.

  • Un muslo, contramuslo y ala de Gallina –o pollo de corral-.
  • Una Zanahoria.
  • Una Cebolla blanca.
  • Un Puerro –solo la parte blanca-.
  • Dos ramas de Apio fresco.
  • Una cucharadita de Semillas de Cilantro.
  • Un par de Clavos de Aroma.
  • Una clara de Huevo.
  • Una cucharadita de Aceite aromatizado con Trufa.

Para los wontones.

  • Un par de ramilletes de Brócoli.
  • Un par de Cigalas medianas –o solo las colas que podrían ser congeladas-.
  • Un par de Champiñones Portobello medianos.
  • Un paquete de hojas Wontón –generalmente congeladas en establecimientos orientales-.
  • Una cucharadita de Hojas de Cilantro frescas y picadas muy finas.
  • Un poco de Aceite de Oliva Virgen Extra.
  • Unas briznas de Cebollino fresco.
  • Sal y Pimienta –al gusto y con moderación-.

La parte más «larga y laboriosa» –por decir algo– de la receta va a ser preparar, clarificar y reducir el consomé, por lo que éste será nuestro primer objetivo. También quiero aclarar que esta receta de consomé sirve tanto para consumo directo como para preparar uno de esos maravillosos fondos o base de cocina que tantísimo aportan a los platos –y que, además, se pueden congelar!-.

Blanquear, infusionar, reducir, clarificar, aromatizar.

Para comenzar lavamos y troceamos los cortes de gallina –o pollo– por la mitad, los depositamos una olla, cubrimos con agua fría y llevamos a ebullición durante un minuto –justo para blanquear-. Espumamos las impurezas que aparezcan en la superficie y pasamos los trozos, una vez escurridos, a otra olla amplia y limpia.

Mientras tanto lavamos, pelamos y troceamos el resto de verduras y hortalizas –zanahoria, puerro, cebolla y apio– y las incorporamos a la olla con la gallina blanqueada. Volvemos a cubrir con agua fría –un litro y medio aproximadamente– y terminamos añadiendo las semillas de cilantro, los clavos y una pizca de sal. Llevamos a ebullición –volviendo a espumar si fuera necesario– y dejamos hervir a pequeños borbotones durante unos 45 minutos.

Una vez transcurrido el tiempo filtramos el caldo –guardamos la carne de ave para otras recetas-, lo pasamos a una cazuela más pequeña y dejamos que continue hirviendo lentamente hasta que reduzca su volumen en, aproximadamente, un tercio. Mientras tanto separamos la clara de un huevo fresco –guardamos la yema para más adelante-, la batimos ligeramente y la incorporamos al caldo caliente para que actúe como clarificador.

Una vez reducido volvemos a filtrar el caldo; primero con un colador para retirar la clara y las impurezas mayores y, a continuación, a través de una estameña  –o superabag– hasta dejarlo totalmente transparente. Terminamos añadiendo el aceite aromatizado de trufa, removemos ligeramente y reservamos a temperatura ambiente. Consomé listo, vamos con el resto.

De rellenos, montajes y vapores.

Preparamos un bol con agua fría y un buen puñado de hielos y, por otra parte, una olla con agua y un pellizco de sal que llevamos a ebullición. Una vez los borbotones del hervor sean intensos sumergimos durante unos segundos las colas de cigala a fin de tensar la carne y facilitar el corte. Retiramos inmediatamente y las sumergimos en el bol con agua fría y hielo –para cortar la cocción y fijar el color-.

A continuación tomamos un par de ramilletes de brócoli y los sumergimos y mantenemos en el agua hirviendo durante unos cinco o siete minutos a fin de retirar el primer amargor y precocinarlos ligeramente. Una vez transcurrido el tiempo los pasamos al bol con el agua helada y dejamos enfriar.

Escurrimos tanto las cigalas como los ramilletes de brócoli y, una vez secos, cortamos el centro de éstos últimos en láminas que nos servirán para acompañar el plato. Hacemos lo mismo con el centro de los champiñones y troceamos el resto hasta obtener una picada bien fina a base de los tres ingredientes del relleno –brócoli, cigalas y champiñones– a los que incorporaremos, finalmente, las hojas de cilantro picadas muy finamente. Mezclamos bien todos los ingredientes, salpimentamos y nos preparamos para terminar y cocinar los wontón.

Volvemos a acercar una olla con agua y su vaporera al calor y dejamos que tome temperatura. Hacemos lo propio con una satén pequeña que pintaremos con unas gotas de aceite de oliva.

Tomamos –con una cucharilla– una pequeña porción de la mezcla de ingredientes y los colocamos en el centro de una wontón. Plegamos en triángulo para, acto seguido, doblar las puntas de la base una sobre otra hasta formar un pequeño cono –podemos ayudar a fijar la forma de la masa con la yema de huevo que habíamos reservado-. Finalmente podemos doblar hacia atrás el pico superior del wontón hasta darle una forma parecida a la de un tortellini.

Evidentemente hay muchas y muy complejas formas de doblar la pasta rellena pero, personalmente, prefiero decantarme por un pliegue tradicional que, por otra parte, no exige ni demasiada habilidad ni tiempo. Una vez tengamos un número suficiente de wontón los disponemos en la vaporera y los cocemos –al vapor, obviamente– durante unos ocho o diez minutos en función del punto de cocción del relleno que deseemos.

Para acabar salteamos las láminas de champiñón y brócoli que habíamos preparado y las reservamos sobre un papel absorbente. Templamos el caldo aromatizado y nos disponemos a emplatar.

Disponemos un cazo de consomé caliente en el fondo de un bol y en él depositamos tres o cuatro pastas rellenas y cocidas, una lámina salteada de brócoli y un par más de champiñón Portobello, también salteado. Terminamos con un toque de cebollino fresco y picado muy finamente que aportará frescor al conjunto.

La receta, o lo que es lo mismo, el viaje de ida y vuelta entre Italia y China, está completado. El resultado es un conjunto de aromas y sabores armónico, en el que el brócoli acompaña sin adueñarse del protagonismo y en el que los sabores de la tierra y el mar se compaginan a través del toque mineral y boscoso que aportan los distintos ingredientes. Un resultado reconfortante además de un sabroso final para este viaje y aventura que es la cocina y, como no, el Juego de Blogueros. Esperamos que ustedes lo disfruten tanto como nosotros ya lo hemos hecho. Bon Appétit!

Categorías:Juego de Blogueros 2.0, Pastas, Arroces y Cereales, Platos únicos, Primeros platos

Etiquetado:Brócoli, Champiñones, Cigalas, Especias, Guisos, Pollo

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